María ofrece un vaso grande de tepache frío. Está algo amargo y ácido, le falta piloncillo. María se disculpa porque no lo ha conseguido en la tienda. No importa, el líquido es refrescante. Desde la sala de su casa se observa una orilla de la bahía de Acapulco, estamos a 32° de temperatura y por la humedad tengo la camisa adherida al cuerpo.
–Ahora sí, platíqueme. ¿Qué pasó?
–Pues qué va a pasar, que mataron a mi hijo.
Escucho cerca de media hora; la historia inicia con un secuestro, la solicitud del pago por el rescate, el drama que la gente pobre padece en juntar ahorros, préstamos y deudas con extraños y familiares en cuestión de minutos, son horas de angustia. Al final, la única certeza que les pudo dar la autoridad pública: “Encontramos a su hijo. Muerto”. El relato es semejante a varios que vengo escuchando desde que llegué al puerto dos días atrás.
Acapulco lleva meses liderando las estadísticas de rapto en el país, aunque no es necesario conocer las cifras, el miedo se constata en la vida cotidiana.
Al llegar a mi hotel, por ejemplo, pusieron un cincho de plástico en mi muñeca mientras decían que con el brazalete podía hacer uso de todas las instalaciones del lugar, comer y beber en los restaurantes. “Pero si va a salir mejor tápelo con la camisa o con el reloj”. Minutos después cuando tomé un taxi para encontrarme con un viejo amigo el conductor dijo mientras me estiraba una tarjeta con su número telefónico: “No confíe en cualquiera, anda la cosa muy grave; llámeme y yo lo llevo muy segurito”. Nuevamente cuando llamé al mismo taxi y me dijo que no podía llevarme porque tenía servicios ‘especiales’.
–¿Cómo especiales?
–Es la hora en que salen de la escuela los niños y los papás nos pagan servicios especiales por recogerlos y llevarlos hasta su casa.
–Así, los niños van muy seguritos…
–Qué le digo. No se puede confiar en cualquiera…
María paga 1,000 pesos al mes por un servicio especial para su hija menor.
–No puede dejarlos solos, ya ve cómo está la cosa.
–Así que diario pasa un taxista y trae a su hija a casa. ¿El taxista es de su confianza?
–Era amigo de mi esposo, de mi exesposo, trabajaban juntos.
–¿En qué trabajaban?
–En el sector turístico. Mi esposo era mesero y temprano vendían paquetes para el Continental. Javier perdió el trabajo después de lo de nuestro hijo; y también por otras razones nos separamos. El señor Raúl también dejó de trabajar y comenzó con lo del taxi.
María es enfermera con el turno nocturno, también vende comida y renta el piso de debajo de su casa. Su hija y la mujer de abajo le ayudan con la cocina. El pequeño negocio es un buen ingreso para el matrimonio que llegó a rentar allí; según cuenta María, la pareja estaba amenazada en su pueblo natal, después de varios intentos de extorsión, el matrimonio y su pequeño vástago huyeron desde la montaña de Guerrero a Acapulco donde tenían familiares.
–¿Tenían?
–Según tenían quesque un tío rico que tenía un bar en la Costera.
Con el brazalete del hotel bajo el reloj camino unos pasos por la Costera Miguel Alemán, el corazón turístico del puerto acapulqueño. Ya ha pasado el atardecer y hasta donde la memoria y las leyendas recuerdan, caminar por la Costera o subir a una calandria iluminada, son el inicio del paseo-bulevar con más ambiente festivo de la zona. Hasta hace poco, los bares, discotecas, restaurantes y espectáculos de Acapulco daban un significado apoteótico al término “vida nocturna”.
El que vi era un espectáculo lamentable. Decenas de bares cerrados, clausurados o simplemente abandonados; tanto polvo de tantos días vacíos, el persistente e inquietante correo acumulándose tras las puertas, la humedad y el salitre arrancando trozos de los muros, algunos adornos hurtados por el malandrín furtivo, pintas y grafiti que se hicieron bajo la lóbrega ausencia de un farol que no han reparado hace meses. Alguna mirada que indaga desde las sombras, manchas viejas y basura descolorida por una incuantificable cantidad de soles sobre la acera. En la esquina, una tienda de veinticuatro horas es la única luz de la cuadra. Cruzando el bulevar hay un bar de gran tamaño, tiene decoración de un galeón pirata, está iluminado y se escucha una melodía caribeña. Junto a él un restaurante pequeño y dos meseros que invitan a pasar. El interior luce desierto.
–Pase. Tenemos vista al mar. Mire la carta. –Uno extiende la carta, el otro con una sonrisa exagerada indica la puerta
–No gracias, ya he cenado.
–Bueno, véngase a desayunar. –insiste el sonriente.
–¿Y a qué hora abren? –pregunto.
–¿Cómo a qué hora quiere venir?
Seguro hubo un tiempo en que la gente esperaba turno para cenar aquí porque el bar contiguo se daba el lujo de ‘dosificar’ a su clientela. Zona VIP, acceso exclusivo, shows en vivo, meseros en disfraces, valet parking. Solo cuando termina la música merengue se escucha a dos mujeres conversar en una mesa del bar, fuman y toman alguna especie de coctel. Después de algunos segundos, el diyei decide poner otra canción, una balada; poco afortunada porque ahora parece un galeón fantasma. De hecho, todo en derredor lo parece.
“Acapulco está agonizando. Es un paciente moribundo. Y la poquita transfusión de vida que se le puede dar, nos la ahorcan con los bloqueos y con la mala fama”.
El derrochador de metáforas es Manuel Pineda, administra una agencia de turismo, “la mejor experiencia de Acapulco. Paquete Total”. Viste camisa y mocasines negros, pantalón blanco, cabello hirsuto con algunas canas: “Hay que repensar Guerrero, repensar Acapulco. Yo creo que aún tiene destino este maravilloso puerto”.
Manuel parafrasea el artículo de Ramón Sosamontes de esa mañana en el Novedades de Acapulco pero no lo interrumpo y prosigue: “Tenemos bellezas naturales, selva, montañas, playas… como el gran Acapulco que se niega a morir… necesitamos una inyección de oxígeno urgentemente para este paciente moribundo”.
A pesar de la imprecisión médica, su preocupación es comprensible. El fin de semana anterior el bloqueo en la caseta Palo Blanco de la autopista México-Acapulco por parte del FUNPEG (Frente Unido de Normales Públicas del Estado de Guerrero) desanimaron al turismo nacional; pero es la desaparición de 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa (a 15 kilómetros de Chilpancigo) y la aparición de fosas clandestinas en Iguala así como asesinatos arteros contra inocentes por parte de autoridades presuntamente vinculadas a grupos del crimen organizado, lo que puede desanimar al más entusiasta.
Aquella mañana, había llegado a Acapulco y compré los diarios locales. Conocía los antecedentes y en realidad no sorprende mucho el titular de la página dos de los tres periódicos disponibles: “En Acapulco no hay policías”.
Quizá inquiete por dos razones: uno, que aparezca en el diario como novedad porque aquello no es noticia, sino un hecho que se ha añejado ocho meses por lo menos; y dos, porque los dos lugareños que me han llevado entre las colonias y barrios de este aún paradisíaco y turístico lugar han dicho con el mismo entusiasmo: “¡Mejor! ¡Ya no hay quienes muerdan!”.
No lo han dicho al unísono, cada uno habla frente a su propio volante de un taxi volskswagen con los tradicionales colores blanquiazules del puerto. Seguro es un chiste que han escuchado varias veces. Pero, en efecto, no hay policías. Y la vialidad, lo mismo en la Costera como en las callejas de la colonia Progreso, no llega a reglamento es más un ‘pacto de no agresión’ tácito.
Mientras escucho al conductor una más de las historias de tragedia que conoce, recuerdo el relato La mariposa y el tanque de Ernest Hemingway y me pregunto cómo relatar esta guerra si uno puede ir allí, escuchar los lamentos de los deudos, presenciar sus lágrimas perderse entre sus puños apretados y su callada oración, y después dejarlos atrás, volver a la comodidad de un hotel, a la tranquilidad de saberse visitante y no habitante de la desgracia. ¿Cómo sobrevivir tras mirar el caudal de su incontenible furia y después abandonarlos a su suerte?
Pienso en esos policías, el texto de los periódicos dice que la mayoría no volverá a ser servidor público, que otros pocos tendrán una larga y difícil capacitación.
Dice el periódico El Sur de Acapulco: “Día violento en el estado y siguen sin aparecer los 43 normalistas” y, enseguida: “Balean policías ministeriales a estudiantes del Tec de Monterrey; uno de ellos, alemán, resulta herido”.
El taxista dice: “Ahora todo mundo habla del estudiante alemán herido pero nadie habla del policía ministerial que murió. Mi madre fue a su velorio. Fue muy difícil ver que los familiares del ministerial no recibieron apoyo alguno, el policía llevaba poco en la corporación… y toda la atención se centró en el estudiante herido, incluso se vio como si el propio policía muerto había sido el culpable de su herida”.
El conductor habla de Raúl Gallegos Mendoza, policía ministerial de Chilpancingo asesinado a balazos cuando participaba en el rescate de una persona secuestrada. Es el primer relato de violencia en la página del lunes 13 de octubre en el El Sur, más abajo se consigna otro enfrentamiento en Chilpancingo donde resultan heridos dos policías ciudadano; dos muertos y cinco heridos –quizá más- en Ajuchitlán también por un enfrentamiento; dos hermanos ejecutados en Coyuca de Catalán; un marino atacado a balazos en la carretera Cayaco-Puerto Marqués; y un inquietante etcétera.
–¿Qué cree que se pueda hacer? –pregunto al conductor.
–Yo ya no confío en la policía, está muy difícil. Tampoco en ninguna autoridad. Creo que no hay sino comenzar en casa, tuvimos que regresar a lo básico, a enseñar a nuestros hijos.
El taxi aparca frente a la iglesia de San Cristóbal, en la colonia El Progreso. Afuera hay una manta blanca que dice: “Arquidiócesis de Acapulco. Jornada de oración por la paz en Guerrero y por las víctimas de la violencia. En especial por los asesinados y desaparecidos en Iguala. Octubre 2014”.
Es martes a mediodía, el templo está lleno. Al pie del altar un par de mujeres ponen veladoras a algunas fotografías de fieles desaparecidos o asesinados; en una esquina están las 43 fotografías de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa que ya se han convertido en un símbolo de repudio de la violencia sistemática de Guerrero y México.
La Jornada de Oración por la Paz es una iniciativa de la Iglesia de Acapulco, es itinerante y constante. Es coordinada por el sacerdote local, Jesús Mendoza Zaragoza. Ésta en particular la anunció el día anterior a través de su columna en El Sur. La misa da inicio, participan ocho ministros, y es como cualquier otra pero el acento está en la construcción de paz y en las muy detalladas peticiones por los secuestrados y asesinados. La oración por la paz se hace al unísono, se hace un clamor que estremece: “Señor Jesús, Tú eres nuestra paz, / mira nuestra Patria dañada por la violencia / y dispersa por el miedo y la inseguridad. // Consuela el dolor de quienes sufren. / Da acierto a las decisiones de quienes nos gobiernan. / Toca el corazón de quienes olvidan que somos hermanos / y provocan sufrimiento y muerte. / Dales el don de la conversión.”
María llora. La fotografía de su hijo está frente al altar. Accede a relatarme su historia.
–Quiero pensar que no se ha ido. Que es como un pajarito que nos visita. Que no le mocharon sus alas. Es mi angelito, siempre será mi angelito.
En la ventana de su sala, la luz de la bahía se ha hecho mortecina; entre el color violeta del cielo se yergue la silueta de una arbolada y muy por encima, una parvada de gaviotas se dirige hacia el mar.
Acapulco, Guerrero. 17 de octubre 2014.