El mito del líder defensor de la cristiandad

En medio de las crisis institucionales y de la descristianización de muchos de los aspectos de la vida occidental contemporánea, han surgido en las democracias liberales personajes muy singulares (casi siempre varones, pero no exclusivamente) cuya principal carta de presentación en la política es su fe radical y la consigna de “defender las raíces cristianas” del pueblo. Bajo símbolos religiosos y certezas aparentemente inamovibles, se presentan ante las sociedades como liderazgos necesarios para ‘rescatar’ a la sociedad de la corrupción, la perversión y la depravación moral en la que han caído.

Estos personajes se han abierto paso en la política en principio por la evidente falla sistemática de los diferentes estilos de gobierno a sus poblaciones; pero también porque han sabido leer y comprender las frustraciones de no pocos sectores sociales tradicionales y conservadores, cuya voz e identidad han sido desplazadas por nuevos modelos hegemónicos de poder ideológico. 

Desde imposiciones lingüísticas hasta enteros campos legales o redefiniciones antropológicas, los actuales sistemas de dominación económica, política y cultural adoctrinan permanentemente a la sociedad globalizada mediante nuevas categorías político-ideológicas descritas por Juan Manuel de Prada como logros de una revolución que “deglute dentro de su voraz proceso consumidor todas las realidades humanas”. Evidentemente, en este caldo de dilución neocapitalista, surgen liderazgos y movimientos reaccionarios que acusan a las instituciones sociales de distanciarse de principios biológicos, de valores humanísticos y de la ética cristiana. 

El problema con este tipo de liderazgo no es necesariamente su conjetura sino su integrismo simplón: frente a la crisis de identidad cultural se vuelven nacionalistas xenófobos y ante la democratización conversacional ofertan sólo rigidez dogmática y doctrinal. Su fanatismo anti progresista raya la necedad: en lugar de combatir las dinámicas artificiosas del hipercapitalismo (su optimismo tecnófilo y su arrogancia tecnopolítica), cargan contra los migrantes, los excluídos, los miserables y descartados mientras se arropan y amamantan de las estructuras plutocráticas que precisamente desnaturalizan las relaciones humanas y explotan inmisericordemente los recursos del planeta para hinchar el consumismo atroz.

Resulta inquietante cómo algunos fieles, hombres o mujeres de buena fe terminan convencidos (o fanatizados) por estos ‘defensores de la cristiandad’ llevándolos a las más altas magistraturas. Uno de estos casos, es el de Viktor Orbán, el presidente húngaro cuyo eje de gobierno se alimenta de la exaltación de una ‘Hungría cristiana’ cuyo principal discurso político es la resistencia frente a los cambios ideológicos empujados por grandes agencias transnacionales y organismos supranacionales pero cuya más evidente expresión resulta en la criminalización de la migración y la estigmatización de sectores sociales.

Quienes apoyan a este tipo de personajes justifican las pifias y los abusos de gobierno ponderando que mientras se cumpla la defensa de la identidad religiosa cristiana, valen la pena las polémicas. Sin embargo, esto último también podría ser un mito desmoronándose.

Según un reciente censo de identidad religiosa en Hungría, los esfuerzos por mantener ‘cristiana’ a la nación europea han tenido justo el efecto contrario: más de la mitad de los húngaros declaró no tener ninguna identidad religiosa y se registró una caída de 1.1 millones de fieles católicos, casi el 30% de creyentes menos en comparación al censo de hace diez años y más del 50% de fieles en contraste con el inicio del siglo actual. 

La retórica de la ‘Hungría cristiana’ de las altas esferas del poder y las políticas públicas orientadas a patrocinar los recintos sagrados y colegios cristianos no han tenido ningún efecto en mantener la fe en las familias; en el fondo quizá podría estar sucediendo todo lo contrario. El favoritismo hacia una particular práctica religiosa desde las estructuras administrativas podría estar generando tensiones comunitarias por privilegios simbólicos ocasionando que la ciudadanía prefiera no identificarse en asuntos religiosos para no agudizar los disensos. 

Esto ya lo había advertido el propio papa Francisco cuando desacreditó el surgimiento exprofeso de partidos políticos católicos o plataformas políticas integristas: “Ese no es el camino. La Iglesia es la comunidad de cristianos… no es un partido político; un partido sólo de católicos no sirve y no tendrá capacidad de convocatoria porque hará aquello para lo que no ha sido llamado”. Los datos le dan la razón ahora al pontífice.

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